Nos encontrábamos solos en mitad de la
noche. Era pleno diciembre, puedes imaginarte qué frío hacía. Brillaban las
estrellas como hacía tiempo que yo no veía, supongo que sería por la ausencia
de nubes en el cielo.
El páramo en el que estábamos perdidos me
resultaba extrañamente familiar. Lleno de fresnos y, alguna que otra encina. A
lo lejos asomaba una antigua casucha que pareció ser en otro tiempo un refugio
para los cazadores.
Sin más dilación, los chicos y yo
decidimos entrar en ella. Tétrica, con olor a humedad, de madera podrida y
chirriante, llena de telarañas, pero aún con todo y con eso, era mejor opción
que quedarnos bajo la gélida noche que nos estaba dejando los huesos helados.
Utilicé las dos últimas cerillas que me
quedaban en la caja para encender una pequeña hoguera que nos diese algo de
calor. El aire se colaba por pequeños recovecos, provocando un inquietante
zumbidito que nos hacía tener siempre la mosca detrás de la oreja.
El miedo, o al menos el recelo ante lo
que nos depararía el destino, podía verse en nuestras caras. Nadie decía
palabra, nadie esbozaba ni la más mínima de las sonrisas, y no era para menos,
todo estaba saliendo de la peor de las maneras.
No obstante, ante este panorama, saqué de
mi mochila un pequeño libro que mi abuelo me regaló hace años. El libro, a
quien el paso de los años había afectado notoriamente, había pertenecido a mi
familia durante generaciones.
En su tapa delantera, una pequeña
inscripción se dejaba entrever: "Para que estas líneas te acompañen
siempre allá donde vayas, Paloma".
Perfecto. Precioso. :)
ResponderEliminarQuedo a la espera del texto dramático.